Vivimos en un mundo donde las leyes, en teoría, deberían ser el cimiento de la justicia y la igualdad para todos los ciudadanos de un país. Son el pacto social que nos dice qué es correcto, qué es incorrecto, y cómo se deben resolver los conflictos. Sin embargo, ¿qué valor tienen estas normativas cuando su aplicación se torna selectiva, cuando la balanza de la justicia se inclina según el poder, la riqueza o la influencia de quien se presenta ante ella?
En naciones donde las leyes no se aplican en igualdad de condiciones, el concepto mismo de «estado de derecho» se desmorona. Las leyes se convierten en un mero formalismo, un discurso vacío que oculta una realidad de privilegios y discriminación. Para aquellos que están en la cúspide del poder o que tienen los medios para manipular el sistema.
Pero no nos engañemos: la verdadera fuerza de una ley reside no en su redacción, sino en su aplicación imparcial. Cuando esta falla, las leyes dejan de ser un escudo protector para convertirse en un arma, o peor aún, en un mero espejismo de justicia que solo conforta a unos pocos mientras desampara a la mayoría. La lucha por la igualdad en la aplicación de las leyes no es solo una cuestión legal, es una lucha por la dignidad humana y por la supervivencia misma de una sociedad que aspira a ser verdaderamente libre y justa.










