Siempre vale pena hacer el mayor esfuerzo contra el crimen, siempre que se reconozca que la primera regla es que hay que probarlo para merecerlo, o de lo contrario el efecto puede ser adverso. No es mucho lo que se puede hacer con el crimen de manera apresurada, pero lo cierto es que podemos hacernos muchas preguntas antes de generar reacciones y proponer fórmulas que inflexiones de acuerdo a la naturaleza social del crimen.
Cuando miramos a nuestro alrededor, y descubrimos que nuestra sociedad, lejos de convertirse en moderna, se orienta a la destrucción de sus más elementales valores, si de repente nos preocupamos por el crimen es porque sencillamente ya se ha perdido el rumbo, lo cual no significa que no vamos a poder enmendar el problema, que ahora nos ocupa. No podemos hacer nada con el crimen si éste permanece en el nivel político, que convierte al fenómeno de la criminalidad como un hecho político. Las alternativas que debemos esperar son falsas, porque no sólo las estructuras políticas deciden lo que va a ocurrir con la criminalidad. Se recomienda ir despacio, desenterrar razones más ilustradas, como la moral de la sociedad dominicana. Si queremos ser realmente combativos hace falta ser más analíticos, para que al final se traduzca en forma de confianza de la población hacia los que cargan con esta responsabilidad.
En mi época de estudiante en un país de Europa del Este, en Checoslovaquia, en el código penal, para los delitos “locales” (atraco, asalto, entre otros que no recuerdo ahora) la penalidad de ciertos delitos se hacía de una manera muy singular: los culpables eran sacado de Praga, por un tiempo menor de los seis (6) meses, por considerar que no merecían vivir en la ciudad que ellos consideraban “la más bella del mundo”. Con semejante ejemplo sui géneris, no deseo inducir a un entendimiento jurídico de la calamidad social que abordamos, a lo sumo destacar el aspecto moral de la criminalidad en la que vemos a sujetos inquietos y sin rumbos en la sociedad. Y esto no es excluyente de los que detentan la decisión política. Antes de exponer mi idea de enfrentar el crimen, considero que pueden creer, que hablar de criminalidad en los términos que los hacen los medios de comunicación y el poder político es sencillamente una “disipación” del tiempo, y que lo sigue es ver si vamos a poder ponernos de acuerdo verdaderamente, o si estamos dispuestos a correr algún riesgo en las acciones que siguen cuando se discuta el tema con carácter de agenda nacional.
Y creo que esto no ha ocurrido todavía, ya que nadie se identifica lo suficiente como para arriesgar nada. La reflexión ha de partir sobre la sociedad que equivocadamente nosotros hemos creado, las fuerzas morales que la nutren, pero, sobre todo, la evolución de sus instituciones políticas y jurídicas al servicio de la nación con toda su falta de moral. Por eso, cuando por fin surge la pregunta, “qué hacer con el crimen”, nos llega como respuesta, como si emergiese en el nivel discursivo, que es el nivel en el que todo el mundo comienza a hablar. Preparación complicada, de verdad, porque se pierde más tiempo preparando la cosa que haciendo algo efectivo; en este caso, organizándonos para enfrentar el crimen práctico. Nadie siente necesidad de preguntarle al sistema social sobre cuáles han sido las áreas desatendidas por mucho tiempo (transporte, electricidad, el sistema político, educación, el sistema laboral), advirtiendo que los jóvenes de mañana se sumen al ejército de la delincuencia estricta. No es fácil saber lo que podemos hacer o no para enfrentar la ola de violencia criminal, pero valoramos como positivo que paulatinamente empiece a surgir la decisión ejecutiva, y por esa razón comprendemos que, aunque no sabemos qué hacer con el crimen, por lo menos puede surgir una esperanza, la de hacer algo.
Lo primero, lo más urgente, es preguntar cuál delincuencia vamos a atacar primero, si la llamada delincuencia común, o si por contrario, la llamada organizada, también nombrada con los nombres de dominante, útil, porque la ejercen las personas que ostentan el poder económico y político. La cuestión es que ahora estamos siendo atacados por la delincuencia de la gente pobre, de quienes son responsables indirectos los funcionarios que desvirtúan las funciones que deben ofrecer los servicios sociales al pueblo, que luego se convierten en gente agresiva, infame, delincuente.
He sostenido la tesis de que esos que son delincuentes desean no serlo; muchos de ellos, desean no ser los seres en los que se han convertido, a no ser por el tipo de sociedad que le está tocando vivir. El delincuente moderno es como una vuelta al ofensor feudal: éstos se muestran en forma desorientados, por veces son como unos depravados, agotados, errantes, obtusos, ignorantes y, sobre todo, falto de olfato de responsabilidad. Aun así, según nuestro parecer, son pobres almas perdidas: sin educación, sin orientación social, sin éxito personal, en sentido general. A pesar de su crueldad y su peligrosidad criminal, deberíamos tenerle pena, porque ellos conviven en nuestra misma sociedad, la misma que ha enriquecido a algunos y ha volcado a la pobreza a los padres de estos pobres infortunados delincuentes de hoy. Para probar la fuerza de esta teoría quiero contar una historia real, que le ocurrió al profesor Rodrigo París Steffen, de Costa Rica, tal como nos la contó en un evento internacional sobre Derecho Penal Global, organizado por la Universidad de la Tercera Edad (UTE), en 1997, cuya moraleja quizá sirva para resolver esta pregunta, en cuestión. Él empezó a narrar lo siguiente: “Siendo yo joven estudiante, en Francia, hurté un libro y fui detenido en la puerta de la librería. De inmediato fui llevado a la comisaría del lugar, me pidieron el carnet de identidad, me leyeron los cargos, firmé un libro de infracciones; el agente me entregó mi documento y me dijo: `váyase`”. Así nomás. De aquel día hace ya más de 40 años, nuestro amigo confiesa que le teme pararse muy de cerca de los anaqueles de las librerías. Como esto ocurrió en una sociedad que preservó su moral, este pequeño y otros “ilegalismos”, permite perseguir a donde quiera que vaya a un infractor así, que generalmente termina con purgar su falta con un servicio social a la comunidad.
La sociedad dominicana que ha perdido el sentido de su propia realidad, deberá imprimir el sentido de que el delito está prohibido y que quien cometa delitos definitivamente se está cerrando las puertas en su propia colectividad. Una pregunta que debemos hacer, algo en lo que nadie se ha puesto a pensar, tiene que ver con las instituciones que se dedican al crimen de la ciudad, y tiene que ver en la forma en que se habla de ellas. En primer lugar, la Policía Nacional, cuyo principal problema es ético y no de recursos económicos. El uniforme policial separa a la población de la institución desde hace mucho tiempo; la gente no confía como debiera en la Policía. La corrupción no es una falacia; pero ahora de lo que tratamos es como la institución está involucrada hasta el cuello en la ocurrencia de delitos. Nunca debió el Estado dominicano dar la responsabilidad ciegamente a la Policía Nacional de perseguir y capturar delincuentes, si no se estaba dispuesto a apoyar e impedir las malas influencias que la han abrumado. El Congreso Nacional tampoco ha respaldado a la institución; no se conoce de ninguna oferta legislativa que ponga límite al tema de los sueldos de los simples agentes, a la reestructuración del Cuerpo policial.
La otra institución es el Ministerio Público. Este se ha llenado de muchas imperfecciones, y de repente queremos corregir en el discurrir de la ley procesal, le falta tradición de una correcta cultura jurídica, necesaria para lograr eso que se llama el ideal del Ministerio Público, un órgano que debió ser hace mucho un organismo “extrapoder”, y no el brazo judicial del Poder Ejecutivo. Recordemos quienes eran los fiscales de antes, muchachos que la política partidista premiaba, inexpertos jurídicos a quienes ponían a trabajar con policías temerarios, acostumbrado a beneficiarse de la delincuencia. El Ministerio Público lucha y cree que con efectividad enfrenta la delincuencia; sin embargo, le resulta más eficiente crear la Policía Técnica Judicial, un nombre que obcecadamente se ha utilizado en el país, pero que definitivamente nunca hemos tenido.
Antes de implementar alguna acción, lo que debe de hacerse es una sustitución visceral de los funcionarios que no son aptos para dirigir esta lucha contra el crimen, por otros más apropiados; es decir, disponer de los mejores hombres para la tarea.